12 de enero de 2009

La construcción del cuerpo a través del juego.

El cuerpo no es originario. Algo del orden de lo simbólico lo organiza. El cuerpo es cruzado por la palabra, es hablado. Existen manifestaciones corporales en el bebé que toman valor de signo para otro. El otro lee algo ahí, interpreta y da sentido, siendo este hecho fundamental para el desarrollo subjetivo posterior. La madre lee en el hijo lo que su estructura le permite. Los signos adquieren sentido en la medida que el niño esta inserto en un universo simbólico que lo precede, donde es otro quien atribuye el sentido. En esta atribución que el otro hace, influye el universo simbólico en el cual se está inscrito. Cuando el otro interpreta, provoca que el niño quede atrapado e inscrito en el universo del otro creando así, subjetividad. El bebé habla lo que los padres dicen de él, el cuerpo habla en la medida que es hablado por otro.

El lugar del niño en la cadena significante de los padres va a reordenar el cuerpo en un sistema que nada tiene que ver con lo biológico. Ricardo Rodulfo señala que el niño puede extraer significantes de los padres, puede hacer algo con lo que tiene activamente. Es a través del juego que el niño se estructura subjetivamente, que “construye” activamente su cuerpo. De este modo, la aparición del juego es fundamental en el desarrollo porque es a través de la significación que en el juego se produce que el niño se apropia de la realidad, creando un espacio distinto, su propia realidad. El juego es por lo tanto una práctica significante, en tanto remite al producto de una cierta actividad con determinados contenidos. Rodulfo señala que no hay ninguna actividad significativa en el desarrollo de un niño que no pase por el juego. El juego no es sólo catarsis o diversión, tampoco una actividad más. El jugar es producir significantes que representen al sujeto que juega.

En la estructuración subjetiva van a aparecer distintos tipos de juegos, variaciones en las funciones del jugar. Antes del Fort-Da, existen otros tipos de juego igualmente estructurantes. Estas variaciones del jugar (antes e incluso después del Fort-Da) tienen que ver con la construcción libidinal del cuerpo.

Rodulfo describe tres tipos de juego:
1. Fabricación de superficie
2. Fabricación de un tubo
3. Creación de un espacio tridimensional

1. Fabricación de superficie: lo primero que se construye en relación al cuerpo no es el volumen sino más bien una superficie. Es como una película de banda continua sobre la cual se apuntalan luego diferencias de dentro/fuera y yo/no yo. Sin esta superficie nada se puede apuntalar ahí. La fabricación de superficie se relaciona de este modo con la piel. A través de los órganos de incorporación, el niño arranca algo ahí que va a corresponder a la posibilidad de agregar piel. Se trata de una actividad múltiple y extractiva, horadante. Con lo que el niño extrae del espacio y del cuerpo del otro, fabrica superficies continuas, ciertos trazados sin límites en un principio, en donde se combina el agujereo y el hacer superficies. Un ejemplo de lo anterior son los juegos de embadurnamiento y las rutinas que ayudan a establecer la continuidad. El otro le ofrece al niño un sistema de continuidades unificantes que le sirven para armar continuidad hasta la llegada al Fort-Da donde recién sería posible la simbolización de la ausencia.
En la fabricaron de la banda continua, se incluye a la madre y también otros elementos que apuntan a su unificación. La fabricación de superficie es pregnante al sujeto y es fundamental para su existencia. Sin ésta, el sujeto no puede instalarse. Aquí, el espacio y el tiempo coinciden sin desdoblamiento. El niño aún no se posee a sí mismo. La separación del cuerpo primordial del otro aún no se ha producido. Al origen de la fabricación de superficies está la función materna en tanto permite la experiencia de lo cotidiano y el sentido de soporte, de plataforma.

2. Fabricación de un tubo: se relaciona con los juegos de continente/contenido (meter/sacar cosas de un tubo) siendo esta relación reversible. Todavía hay inclusión recíproca ya que las cosas no están diferenciadas (madre/hijo siguen juntos). Por lo tanto, toda operación sobre el espacio del niño es una operación sobre su propio cuerpo. Aparece aquí una dimensión poco clara de volumen relacionada a la omnipotencia infantil. El niño cree que puede hacer cosas que no son posibles ya que aún no tiene conceptos de tamaño ni de volumen. Esta función del jugar conduce a la posibilidad de fabricar un tubo, considerando que todavía no existe lo externo/interno.

Sobre estas funciones (creación de superficie y de un tubo) aparece al final del primer año de vida, apuntalado en la continuidad, la tercera función del jugar que se relaciona con el Fort-Da.

3. Creación de un espacio tridimensional: este tipo de juego se reconoce en los juegos de aparecer/desaparecer, dejar caer cosas, tapar/destapar, cerrar puertas, juegos de escondite, etc. Hasta entonces, la desaparición no provocaba ningún placer o incluso causaba angustia. Ahora, se convierte en un acontecimiento libidinal, el niño ríe y repite la experiencia. De este modo, la desaparición para a ser una carga libidinal. Rodulfo plantea que se relaciona con el destete. Se trataría aquí de un triple destete, del seno materno, de la mirada materna y del sujeto en sí mismo. El niño se desteta en colaboración con la madre. No se trata simplemente de un acontecimiento oral, implica una partición simbólica, una separación interno/externo, yo/no yo.

Frente a la ausencia de la madre, el niño se adueña de la situación sin la experiencia dolorosa. Así, el Fort-Da le permite al niño soportar la partida de la madre y hacer suyo algo que sufrió pasivamente. Con esta función del jugar se logra una nueva adquisición, la capacidad del niño de desaparecer y hacer desaparecer. Se constituye de este modo el par opositor presencia/ausencia antes inexistente. Por primera vez, se inscribe algo distinto a la madre. Antes de esta categoría, la ausencia no podía simbolizarse. El niño pone el acento en el “arrojar fuera”, valorizando lo nuevo: ausencia, luego presencia.

El cuerpo no es algo natural. Es necesario extraer material para fabricarlo. El jugar es en sí mismo un proceso fundante ya que a partir de juego, el niño se obsequia un cuerpo apoyado en el mito familiar. El niño activamente produce diferencia y trabaja como albañil de su propio cuerpo, lo que le permite constituirse en un sujeto deseante.


Bibliografía:

Rodulfo, Ricardo. El niño y el Significante: un estudio sobre las funciones del jugar en la constitución temprana. Ed. Paidós, Buenas aires, 1989.


Magdalena Manríquez
Psicóloga Clínica
Centro Clínico y de Investigación Templanza

La singularidad del trauma.

Cada día, mujeres de todas las regiones, viven situaciones de violencia en nuestra sociedad. Ya sean episodios de violencia psicológica, física, sexual o económica, las consecuencias de estos abusos pueden ser diversas y muy graves. Generalmente, las mujeres que viven violencia en la pareja suelen presentar diversos malestares y trastornos, siendo muy frecuente que sientan miedo, tanto por la violencia como por las consecuencias que puedan tener si deciden abrir el problema. Así, suelen verse atrapadas en el dilema entre terminar con la violencia, pero al mismo tiempo sentirse ligadas a su pareja o al padre de sus hijos, es decir, cómo elegir entre dos cosas que se quieren a la vez; no vivir violencia y al hombre que se tiene al lado. Por lo tanto, una sensación de indefensión las agobia, no saben cómo manejar la situación y tienden a pensar que no es tan grave el maltrato que viven en comparación a lo que podría implicar separarse de ese ser amado.

La vergüenza las suele embargar, y esto contribuye al aislamiento que poco a poco han ido construyendo en su vida. Suelen sentirse desanimadas o que merecen el castigo por algún hecho que hayan cometido, o por no cumplir con el ideal de lo que debe ser una mujer: obediente, cariñosa, amable, etc.

Si bien podemos encontrar múltiples consecuencias comunes del hecho de vivir violencia en la pareja, lo cierto es que cada mujer la vive según la singularidad de su historia y de aquellos valores, creencias, ideales que le hayan sido transmitidos. Existe un componente cultural respecto a qué significa ser mujer, donde cada una se inserta; ideales de mujer, de madre, de esposa, de hija, de cuidadora, donde cada una encuentra un lugar donde identificarse y construir su propia identidad. Pero también, cada una elige un modo particular y singular de colgarse a esos ideales, una mujer resonará de diversas formas según quien esté delante, deberá ser más pasiva, más amable, más cocinera, tendrá que trabajar o no, y así una multitud de frases.

Es en este contexto donde se produce el trauma que genera la violencia en la pareja, y van a ser estas singularidades las que marcarán el trauma y sus consecuencias. La violencia es vivida por cada mujer de una manera particular, para algunas es una repetición de la infancia, para otras será un castigo, incluso un castigo divino por haber desobedecido, incluso podrá ser una demostración de afecto, de preocupación del otro. Es así, como vemos que lo más relevante es la posición que adopte cada una ante este trauma, ya que esa posición nos habla de su subjetividad, de su identidad y de cómo se ha ido construyendo en la vida. Es desde esa particularidad que es posible reconstruirse, reparar un hecho traumático que ha podido arrasar con lo más profundo de la identidad. Retomando esas posiciones se puede comenzar el trabajo de comprender aquello que ocurrió, cómo se pudo llegar a esa situación y cómo fue posible mantenerla. Es desde allí que es posible perdonarse a sí mismo y trabajar la culpa, el dolor, la impotencia y la rabia.

De esa forma, se podrá no sólo reparar el daño que produjo la violencia, sino que también, será posible liberarse de la obediencia que aquellos mandatos imponían. Será posible construirse una identidad más libre, y con menor malestar respecto al lugar que se la ha asignado por el hecho de ser mujer, de ser mujer en esa cultura, en esa familia. Si pensamos en mujeres que viven violencia, tenemos que pensar que cada una lo hace de una manera personal y diferente, todas sienten dolor, pero cada una lo hace de una manera especial; por los hijos, porque se está defraudando a su propia madre, porque no consigue hacer feliz a su pareja, etc. Y para poder aliviar ese dolor, es necesario darle cabida al malestar de cada una, escuchar lo particular del trauma.

María Isabel Fernández
Psicóloga Clínica
Centro Clínico y de Investigación Templanza

La amenaza de una mala mujer.

¿Por qué la mujer es foco de violencia en nuestra sociedad? claramente no es una pregunta que se pueda responder ni fácil ni directamente y la invitación es más bien a pensar en torno a ciertas dimensiones del lugar de la mujer dentro de la problemática de la violencia de género. Violencia cuyas evidencias o señales en muchos casos se hacen invisibles para quienes viven esta situación y por lo tanto son silenciadas y aceptadas como si fueran condiciones dadas a su identidad sexual, o más bien, a su posición en un determinado orden social, sin reparos, o por lo menos si los hay, estos no son dichos e incluso a veces ni siquiera son posibles de ser pensados.

El hecho de ser mujer, o más bien de ocupar el lugar de mujer, trae consigo una serie de implicancias provenientes de las creencias y significaciones que cultural e históricamente se han atribuido al rol de la mujer. Las que han sido develadas, en gran parte, por los estudios realizados desde la perspectiva de Género.

Al nombrar “hombre” o “mujer” a un sujeto de acuerdo a su anatomía se está apelando no sólo a su cuerpo, se está hablando de un lugar, de un territorio simbólico en el que hay prescripciones y prohibiciones que indican cómo se es hombre y cómo se es mujer.

Al explorar cualquiera de estos dos territorios es posible constatar que las identidades que surgen a partir de éstos siempre se construyen en relación al otro. Se existe en uno u en otro lugar. Se es hombre o se es mujer.

Ser mujer significa adoptar una serie de códigos que se traducen en determinadas conductas y creencias que definen un límite o una frontera que demarca y que dan cuenta de la apropiación de un cuerpo físico y psíquico marcado por su anatomía sexual.

Si bien el contenido de las representaciones que definen lo que significa ser mujer varían de acuerdo al contexto histórico cultural, en torno a lo que clásicamente se espera de una mujer, de una buena mujer, podríamos enumerar una serie de afirmaciones como que ella es la fuente de los afectos y los cuidados al otro, es quien debe cuidar el hogar, quien cría a los hijos, atiende al marido, es pura, es fiel. La mujer está relegada a la casa, ese es su lugar. De lo contrario no será una buena mujer. Si no tiene hijos, si no es emotiva ni afectuosa, si no es fiel, algo ha fallado.

Hay una estructura social en la que el lugar de la familia es considerada de gran relevancia y quien es la encargada de que esta subestructura (la familia) funcione adecuadamente es la mujer. De acuerdo a esto último, una buena mujer es de su casa y está excluida del ámbito del trabajo, la política y la producción cultural. Y quizás si actualizamos relativamente esta afirmación, podríamos decir que una buena mujer sí puede trabajar, pero no puede abandonar los elementos que hacen referencia al cuidado de su hogar.

¿Por qué no?.... porque si bien ha desafiado la estructura de poderes en los que se sustenta el ordenamiento social y de alguna manera se ha apropiado de un poder esencialmente masculino, al que ella por derecho natural no tiene acceso, transgrediendo la frontera que demarcaba su lugar y el del otro, una cosa peor todavía es la de dejar de lado las obligaciones que definen a la mujer, por lo menos a las buenas.

¿En función de qué es necesaria una definición tan drástica de la identidad de género? Porque tal como se mencionó unas líneas atrás, la diferencia de género se construye en base a una relación dicotómica y la identidad de uno depende de la definición del otro. En este sentido, toda trasgresión planteada o ejecutada por la mujer instala un cuestionamiento a la identidad del hombre. No sólo eso, también activa la maquinaria de poder masculino, que a través de un discurso hegemónico descalifica y actúa de manera punitiva sobre aquellas mujeres que desafían el orden establecido, representando la oposición a lo que una buena mujer debe ser.

La amenaza de una mala mujer se traduce en la amenaza de una no mujer y por lo tanto también en la amenaza de un no hombre. Malas mujeres que plantean la existencia de lugares diferentes, territorios nuevos o por lo menos no explorados, cuyas fronteras no están dibujadas y que por lo tanto desafían la certeza de aquello que antes se podría haber afirmado conocer y daba la posibilidad de denominarlo sin duda alguna.

Amenazas que hacen evidentes la relación de dominio – sometimiento en la que se construye el orden social, donde los más débiles, las mujeres entre otros, deben ser sometidos ¿Cuál es la promesa de este sometimiento? Dar lo que ellas no tienen. Protección y valoración social al espacio en el que las mujeres sí podrían desenvolverse.

Promesa que exige una retribución, pide obediencia. Promesa que se construye sobre el abuso y anulación de ciertos sujetos. Abuso que se traduce en violencia. Violencia que puede tomar diferentes formas: control, golpes, insultos, marginación, diferencia de ingresos, menor empleabilidad, etc.

Obediencia - sometimiento que se significa como reciprocidad que permite a la vez aquietar, o adormecer, las preguntas y el malestar que cada sujeto pueda experimentar al ubicarse en el lugar al que se le ha designado por el hecho de haber nacido hombre o mujer.

Sometimiento que a algunos acomoda, pero que lleva consigo violencia. Sin embargo, ésta no siempre es evidente y el hecho de visibilizarla, por ejemplo por medio de la opción de ser una “mala mujer”, es socialmente juzgado y castigado.


Carmen Paz Castillo Vial
Psicóloga
Centro Clínico y de Investigación Templanza